“Además de la caza, mi padre tenía dos pasiones en la vida: la tele y el whisky”. Así ve la narradora de ‘La vida verdadera’ (Salamandra) al monstruo de su progenitor. Al principio de esta novela de la belga Adeline Dieudonné (Bruselas, 1982), hija de un célebre piloto de carreras automovilísticas, nos habla una niña pequeña que, a medida que la trama avanza y va presenciando horrores no aptos para estómagos sensibles, se convierte en una voz narrativa madura mientras en paralelo gestiona las consecuencias que sus cambios hormonales generan en el trato con sus vecinos. El padre, en fin, tiene a su esposa –a la que la niña llama “la ameba” en vez de “mamá”– totalmente sometida y pretende modelar a su hijo pequeño, Gilles, a su imagen y semejanza, apuntándolo a clases de tiro ya a los 11 años. La animalidad humana, la violencia, carne, sangre, referentes de la cultura pop de los 80 y una inocencia en la mirada con que se destila la realidad más salvaje. Dieudonné era hasta ahora actriz pero el éxito de su primera novela –traducida en medio mundo, con versión cinematográfica y teatral en marcha- hace que ya sea más conocida como escritora.
-¿Cuál era su idea inicial?
-Hacer una novela divertida. Venía de escribir mi primer texto, la obra de teatro ‘Bonobo Moussaka’, muy seria, donde vertí todas mis angustias, mi fuerte compromiso político, sobre el tema de la emigración, del montón de cadáveres que lanzamos al mar. Aquí quería desembarazarme de todo eso pero, sin darme cuenta, me doy cuenta de que también aparecen ese tipo de preocupaciones sociales.
-Empieza pareciendo un tipo de novela y acaba siendo otra muy diferente.
-Sí, todo empieza muy amable, dulce, luminoso, mostrando el mundo de la infancia y, de repente, lo hago explotar.
-¿Qué fue lo primero que tuvo?
-El accidente. Dos niños delante de un heladero y este muere de un modo abrupto. Me interesaba seguir eso y ver las consecuencias, en qué se convierten esos dos chavales.
-Es un accidente poco verosímil, ¿no?
-Bueno, es justo lo que le pasó al vendedor de helados de mi infancia, murió de una explosión en su taller heladero, eso sí, sin niños delante.
-Hay un notable contraste entre la dulzura de la narradora y la violencia extrema que la rodea.
-El candor frente a la muerte y la sangre, sucede a menudo, lamentablemente, los niños son testigos de situaciones extremadamente duras.
-Tras esa primera parte más, digamos, bucólica, los lectores somos golpeados sin tiempo a recuperarnos, con una escena bestial tras otra: la madre contra el plato, el rescate del perro secuestrado, la cacería… No da usted tregua.
-Así les sucede a los que viven la violencia familiar, esa amenaza permanente, nunca saben cuándo se va a producir el golpe. Me propuse que, cada verano, habría una escena violenta. Amo el verano, es la estación en la que escribo, con ese contraste entre la luz y el cielo y los sucesos trágicos.
Me interesa el candor frente a la violencia y la sangre, la mirada del niño que es testigo de escenas horribles”
-¿La escena más difícil de escribir?
-La del heladero me divirtió mucho, me vino sola, hay algo grotesco, una especie de distancia. La más dura, para mí, es la del chivo muerto, con las orejas cortadas. La que más he amado es la de la cacería, sentí una felicidad absoluta escribiéndola, espero volver a sentir eso algún día, me venían las imágenes solas. Y la más emocionante ha sido la de la agresión a Yaëlle, lloré escribiéndola y soy incapaz todavía de leerla sin llorar.
-La chica se siente frustrada al ver que otros no creen en sus posibilidades de viajar al pasado, un clásico de la literatura.
-Jamás quise hacer ciencia-ficción, narrar un viaje en el tiempo hubiera sido para mí muy difícil, mi cerebro no ha sido concebido para idear ese tipo de historias, no sabría seguir las diferentes dimensiones. Lo que me interesaba es el objetivo de hacerlo, el sueño, teniendo en cuenta además que no es completamente irracional, hay aspectos de la física cuántica que permiten concluir que sería posible, al menos teóricamente, aunque en la práctica no esté tan claro.
-Hay muchas referencias generacionales…
-Me gusta la cultura pop, y aparecen The Cranberries, ‘Regreso al futuro’, ‘Parque jurásico’… las cosas que me impresionaron, son mis referentes, la narradora tiene mi edad, nació como yo en 1982.
-¿Qué papel juegan la ciencia y el profesor Pavlovik?
-Al principio ella cree en la magia, está convencida de que su vecina Monika es una hada. Luego ve que esas cosas no existen y su reflejo es virar hacia la ciencia, hacia lo racional, con la figura de Marie Curie como faro, pero con la misma fe. Con el cambio climático actual, los referentes científicos son cada vez más importantes en cualquier narración, en cualquier cosa que uno emprenda, ya no se trata de un elemento negligible.
-¿Tiene formación científica?
-No, de actriz y literaria.
-La caza es un elemento importante en la trama.
-El padre encarna la depredación, que es un tema que atraviesa todo lo que he escrito, también unos cuentos largos que tengo. Él es un predador hacia el mundo animal y la naturaleza pero también con otros seres humanos, niños y adultos, es un gran carnívoro que se come los filetes sangrando.
-Sin spoilers, podemos decir que hay un paralelismo entre los animales que el padre caza y los miembros de su familia.
-Así lo ve él: en la vida el grande se come al chico. No sabe ver el mundo de otra manera: o comes o te comen.
Hay barrios, con casas prefabricadas todas iguales, que son la expresión máxima del capitalismo, donde las personas solo son herramientas para hacer vivir la economía”
-¿Ese barrio existe?
-Muy parecido. De niña, recuerdo el Village Expo, al sur de Bruselas, construido con materiales prefabricados, y todas las casas iguales, me impresionaba, era la expresión máxima del capitalismo: todo construido al mínimo coste para gente que eran solo herramientas. Era el reflejo arquitectónico de una visión según la cual las personas sirven para hacer vivir a la industria y la economía.
-¿Había esos jardines?
-No en la mayoría de casas, pero en algunas sí, había vecinos que tenían hasta cabras, como aparece en el libro.
-A la narradora le suben las hormonas.
-Me interesa la transformación de la chica, cómo sin tener ningún referente adulto que la ayude, debe ver sus cambios físicos y el nacimiento de su deseo, me ocupo de sus nuevas sensaciones y de cómo encuentra en ellas un refugio.
-¿La historia tiene que ver con usted?
-No. Tuve una infancia feliz, con padres amables, el mío corrió las 24 horas de Le Mans varias veces. Jamás conocí ninguna violencia ni conyugal ni familiar. Eso me hizo dudar: ¿puedo hablar de este tema legítimamente? Creo que lo he hecho de forma honesta.
-¿Ha hecho investigación?
-Lo único, sobre física cuántica para asegurarme de que las cosas que se decían fueran correctas.
-¿Cuáles son sus influencias?
-Amo a Stephen King, y en este libro hay algo de ‘La chica que amaba a Tom Gordon’, con esa niña que se pierde en un bosque tras una discusión de sus padres. También hay cosas de ‘Tenemos que hablar de Kevin’ de Lionel Shriver, sobre cómo va creciendo un psicópata. Y de ‘Muerte de un perfecto bilingüe’ del belga Thomas Gunzig, de quien también me influyó su guion de la película ‘El nuevo Nuevo Testamento’, donde vemos a Dios, que vive en Bruselas y es una padre tiránico del que su hija quiere escapar.
-A usted, como francófona, la publica una editorial parisina. ¿Existe la literatura belga? ¿Qué la diferencia de la francesa?
-Es una buena pregunta. Tal vez tiene algo un poco más surrealista y un humor más pronunciado, a menudo negro.